7. El deber es la obligación moral, primero con respecto a sí mismo, y en seguida con respecto a los otros. El deber es la ley de la vida, se encuentra en los más ínfimos detalles, lo mismo que en los actos elevados. Yo hablo sólo de deber moral, y no del que imponen las profesiones.
En el orden de sentimientos, el deber es muy difícil de cumplir, porque es el antagonismo de las seducciones del interés y del corazón, sus victorias no tienen testigos y sus derrotas no tienen represión. El deber íntimo del hombre está abandonado a su libre albedrío: el aguijón de la conciencia, esta guardiana de la probidad interior, le advierte y le sostiene, pero a menudo permanece impotente ante los sofismas de la pasión. El deber del corazón fielmente observado, eleva al hombre; pero este deber ¿cómo se precisa? ¿En dónde empieza? ¿En dónde se para? El deber empieza, precisamente, en el punto en que amenazáis la felicidad o el reposo de vuestro prójimo y termina en el límite que no quisierais ver traspasar para vosotros.

Dios creó a todos los hombres iguales para el dolor; pequeños o grandes, ignorantes o ilustrados, sufren por las mismas causas, a fin de que cada uno juzgue
sanamente el mal que puede hacer. No existe el mismo criterio para el bien, es infinitamente variado en sus expansiones. La igualdad ante el dolor es una sublime
previsión de Dios, que quiere que sus hijos instruidos por la experiencia común, no cometan el mal arguyendo la ignorancia de sus efectos.
El deber es el resumen práctico de todas las experiencias morales; es una bravura del alma que desafía las agonías de la lucha; es austero y flexible y pronto a doblarse a las diversas complicaciones, permaneciendo inflexible ante las tentaciones. El hombre que cumple su deber, ama a Dios más que a las criaturas y a las criaturas más que a sí mismo; es, a la vez, juez y esclavo de su propia causa.

El deber crece e irradia bajo una forma más elevada en cada una de las etapas superiores a la Humanidad; la obligación moral no cesa nunca en la criatura de Dios; debe reflejar las virtudes del Eterno, que no acepta un bosquejo imperfecto, porque quiere que la hermosura de su obra resplandezca ante Él. (Lázaro. París, 1863).
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